Essays

Hacia una cultura del cuidado / Towards a Culture of Care

Magdalena Zegarra Chiappori

Summary in English

The Covid-19 pandemic highlights how we live in societies where care is offered precariously. The ways in which health infrastructures are collapsing all over the globe show that our governments do not prioritize investing in them. In many places of the world, the current crisis reflects how access to appropriate or adequate care becomes the privilege of a few, exposing, once again and in the crudest way, that we live in deeply unequal societies where some lives are considered expendable while others are granted worth.  With ethnographic attention to the experiences of the abandoned and abused elderly in a Peruvian care home, this author asks:  How can we move towards a culture of care? Modern thought has long privileged individualism, and today, as we are more individualized and alone than ever, it seems as if in order to achieve a culture of care, we must first imagine how to transcend the “ego”.  We must start discovering those others whose suffering we have often been unable to see, whose names we do not know, whose struggles for survival seem far away, yet to whom we should not be indifferent. Let us prevent this pandemic from naturalizing the slaughter of ‘useless’ people who are considered only in terms of cost, and instead take this opportunity to move towards a culture of care.

Hacia una cultura del cuidado

Photo: Magdalena Zegarra Chiappori

Esa mañana, escuché conversaciones sin sentido, gritos, llantos y risas provenir de una de las habitaciones del pabellón central. Mientras caminaba por los pasadizos y seguía las voces detrás de estas risas, llantos y gritos, llegué al último cuarto del primer piso. Esa esquina alejada del edificio estaba oscura y parecía un área olvidada. Cuando entré a la habitación de dónde provenía el ruido, me encontré con una mujer huesuda y frágil sentada en un inodoro portátil. En medio de papeles con orina regados por el suelo y de un olor pestilente, me vi en frente de una mujer confundida que gritaba de fastidio. Hasta el día de hoy recuerdo el impacto que tuvo en mí ver cómo Ángeles pasaba los últimos días de su vida: en abandono y gritando por las molestias que le generaba una infección urinaria crónica.


Mi conversación con Arnaldo se interrumpió por el abrupto llanto de una mujer cuyo rostro, desde la habitación, no lograba ver. Salí del cuarto de Arnaldo alerta, queriendo encontrar a la mujer que lloraba en uno de los tantos pasadizos del pabellón. Fue en el área común donde pude ver la cruda escena. Entre brazos y manos ajenas que intentaban contenerla, Olivia lloraba por una razón que ni las técnicas de enfermería ni yo éramos capaces de descifrar. Olivia tenía Parkinson y ya no se podía hacer entender mediante la palabra. Su llanto era un pedido de auxilio, una voz contenida que reventaba en palpitante frustración. Estas manos y brazos ajenos sometían a Olivia y la empujaban hacia su habitación entre llantos, ajetreos y jalones. Una vez dentro, una de las técnicas de enfermería la “depositó” en una silla, con tosquedad. Allí, en medio del abrumador llanto amarraron a Olivia a esta silla con una especie de sogas de tela. Las técnicas entraban y salían de su cuarto, exigiéndole a la indefensa mujer que se calmara. Pero Olivia seguía llorando desconsolada a pesar del notorio fastidio de las técnicas. Su llanto penetraba cada pared del recinto. Ese llanto denso, esas lágrimas imponderables, se desvanecían en silencio, en ausencia de otro, sin testigos. Las técnicas decidieron tirar la puerta y encerrarla dentro. En su cuarto destartalado, sin comprensión, sin consuelo, invisible, Olivia llorando perdía la vida. Afuera, sin embargo, el problema ya había sido resuelto.


Esa fue la primera vez que acompañé a alguien en su lecho de muerte. La señora Mayumi había estado en la unidad geriátrica por dos días debido a que respirar se le hacía cada vez más difícil. Sus muñecas estaban atadas con unas sogas de tela a las barandas de la cama, pero eso no fue lo que más me perturbó. Cada vez que la señora Mayumi trataba de coger aire, se ahogaba en un mar de flema. Las enfermeras parecían ser indiferentes a esto. Mientras ella se desesperaba al no poder sentir el aire llegar a sus pulmones, dos enfermeras en el umbral de la puerta de su cuarto comentaban el atractivo del nuevo doctor mientras disfrutaban del último chupetín de la tarde. Sincronía: la flema, la muerte, la indolencia.

Photo: Magdalena Zegarra Chiappori

Las maneras en las que los viejos envejecen y mueren en nuestro entorno dicen mucho del tipo de sociedad en la que vivimos. Estos breves relatos introductorios son fragmentos de mis notas de campo, observaciones que hice mientras realizaba mi investigación doctoral en una institución residencial para adultos mayores en la ciudad de Lima, Perú. Careciendo de los recursos, el financiamiento y los protocolos adecuados, ésta deteriorada institución les ofrece a sus residentes un cuidado precario. No obstante, como muchos de ellos señalaron, este cuidado insuficiente y limitado resultaba mejor que morir “en la calle, como perros”. Sin duda, mejor que nada. Y es que, de no recibir los cuidados mínimos que esta institución les ofrece, estas personas no tendrían una manera medianamente segura de pasar su vejez. Hombres y mujeres que se vieron forzados a sobrevivir desde siempre, ya sea sin trabajo formal, sin una familia que los apoye, sin acceso a educación de calidad o a un seguro de salud, estas personas terminan sus días en una institución total que, si bien les ofrece un refugio de la crudeza de la vida en la calle, no les brinda cuidados que los reconozca como individuos con derechos y les restituya una manera autónoma, digna e, incluso, esperanzadora de vivir. Una cartografía de aquellos que residen en este espacio y bajo estas formas de cuidado revela que aquí habitan los que han estado desde siempre al margen, los vulnerables, aquellos cuyas vidas son más improbables de vivir.

En Perú, los adultos mayores en situación de abandono familiar que viven en residencias geriátricas de larga estadía están expuestos dramáticamente a los estragos del COVID-19. Esto ha sucedido ya en otros lugares del mundo como en España, donde una radiografía del Coronavirus en residencias de ancianos revela que más de 16,700 personas han perdido la vida.[1] Los números, en el caso del Reino Unido, son menores, pero no por ello menos alarmantes: para la semana del 17 de abril, las personas mayores que habían perdido la vida en residencias de ancianos era de 3,096, lo que corresponde al 16% del total de muertes por Coronavirus.[2] En Canadá, por su parte, las estadísticas indican que alrededor de la mitad de los fallecimientos por COVID-19 han tenido lugar en residencias geriátricas.[3] Es inevitable entonces, plantearse la pregunta: ¿Qué nos dice este número de vidas perdidas sobre la posibilidad de acceso a cuidado que tienen los grupos más vulnerables de nuestra sociedad? ¿A quién podemos proteger y qué garantías pueden ofrecer nuestras sociedades para salvaguardar la vida? En otras palabras, ¿cómo cuidamos? ¿qué vidas importan y quiénes se están quedando atrás?

El escenario del COVID-19 no hace más que poner en escena que vivimos en sociedades donde el cuidado es precario; la manera en que las infraestructuras de salud han colapsado a nivel global hace evidente que son pocos los gobiernos del mundo que tienen como prioridad invertir en proporcionar un cuidado adecuado, digno, humanizante. Hoy ya no queda duda de que, en muchos países, tener acceso al cuidado termina siendo el privilegio de unos pocos, de manera que la pandemia deja ver, una vez más y tal vez de la manera más cruda, que vivimos en una sociedad profundamente desigual donde hay vidas que son sacrificables mientras otras valen más. La vida humana pareciera, así, tener un precio. Hace falta, entonces, una política solidaria basada en reconocer el igual valor de todas las vidas. Su ausencia no hace más que poner el dedo sobre la llaga y visiblizar lo que no queremos ver: que no somos una cultura del cuidado donde una prioridad política sea que este, en sus múltiples formas—ya sea en un acceso a seguro de salud universal, en la posibilidad de tener un cuidador en casa y morir allí, en contar con medicinas y recursos para curarse o en poder recibir un trato humano y cálido cuando se busca atención médica –no sea beneficio de algunos elegidos, sino el derecho de todos.

¿Cómo transitamos hacia una cultura del cuidado? Bajo el imperativo del distanciamiento social, aislados y sin posibilidad de tacto y de contacto con otros, creo que hemos comenzado a ver cuánto nuestras propias vidas están enlazadas con las de los demás. El pensamiento moderno ha privilegiado desde hace mucho el ideal del individualismo. Hoy, sin embargo, en ausencia de otros y más individuales y solos que nunca, parece ser que la clave para transitar hacia una cultura de cuidados es trascender el “ego” y encontrarse con ese otro cuyo sufrimiento no vemos, cuyo nombre no conocemos, cuya lucha de supervivencia nos es lejana, pero, no por ello, indiferente. Es tiempo de salir al encuentro de otros rostros, de otros nombres, de otras historias de vida. Una sociedad post-Coronavirus puede ser una sociedad donde tenga lugar una revolución del cuidado, un cuidado para todos, un cuidado humanizado, un cuidado restituyente para quienes han vivido en la sombra del margen. Nuestros gobiernos y nuestras políticas deben levantar infraestructuras de cuidado que permitan que, en situaciones límite como esta, aquellos que han sobrevivido descuido y abandono sistemático puedan tener vidas que, en términos de Judith Butler, sean también lloradas.[4] Y para ser lloradas tenemos que reconocer –desde las políticas públicas, desde los planes de gobierno, desde las leyes que se promulgan y desde los presupuestos gubernamentales que se destinan—que hay otras formas de ser en el mundo, formas que trascienden el imperativo de racionalidad y productividad económica. Muchas de las personas que viven más allá de este umbral son personas que necesitan cuidado y deben tener asegurado su derecho a él: los viejos, los pobres, las minorías, los inmigrantes, los enfermos, las personas de color, etc. Solo así, esta revolución del cuidado terminará por ser, al final, una revolución que busque igualdad económica y social. Poniendo en marcha mecanismos solidarios respaldados por la institucionalidad de nuestros sistemas políticos podremos construir una cultura de cuidado donde nadie sea dejado atrás. Vivir en una sociedad de cuidado irá, entonces, más allá del campo de la salud y la enfermedad: implicará una mirada holística que contemple como prioritario no solo satisfacer las necesidades biomédicas, sino también el tener acceso a educación de calidad, a un trabajo digno, a la posibilidad de una pensión en la vejez, a alternativas de ocio y entretenimiento, etc. Convivir en una cultura de cuidado supondrá, más que nada, que aquellos cuyas existencias han sido relegadas hasta el día de hoy tendrán el derecho de no volver a llevar una vida precaria y vulnerable. Desde los gestos más sutiles y privados hasta las políticas públicas más globales, vivir en una cultura de cuidado demandará, pues, que se deposite una nueva esperanza en lo colectivo y que se valore la vida del prójimo. 

Valorar la vida del prójimo: esto último será crucial para que, en este contexto de pandemia, las actuales ideologías neoliberales orientadas a valorar a las personas más que nada por su productividad económica, no naturalicen el descarte de las vidas de quienes habitan el mundo alejándose de sus ideales. Trascendiendo el individualismo y bajo un paradigma social del cuidado, estas vidas podrán tener un lugar en el presente y la posibilidad de palabra.

Footnotes

  1. Tomado de https://www.bbc.com/news/health-52284281. 10 de mayo de 2020.

  2. Judith Butler (2009). Frames of War: When is Life Grievable? London: Verso.


Magdalena Zegarra Chiappori

Lima, Peru

Magdalena Zegarra Chiappori is a PhD candidate at the University of Michigan. Her dissertation concerns how precarious care, family and social abandonment, and forced intimacy shape the lives of the vulnerable elderly in a shelter for abandoned older adults in Lima, Peru.  This piece was made possible by financial assistance from the Ruth Landes Memorial Research Fund, a program of The Reed Foundation.